Racismo con los «MENAS»
Para entender por qué se instalando en nuestra sociedad ciertos prejuicios hacia un determinado grupo social hemos de comenzar por saber cuál es la imagen que se ha construido sobre ese colectivo, quiénes la han construido y por qué. En el caso de la juventud extranjera desprotegida, el imaginario colectivo sobre ella se ha edificado en torno a tres conceptos asociados: «menores, extranjeros, no acompañados» (de ahí el término MENAS). La imagen construida en torno a estos tres términos es imprecisa, relativa y tendenciosa. Por ello vamos a poner en solfa cada uno de estos tres términos, las imágenes mentales extrapoladas y no verificadas que están en el origen de los prejuicios y actitudes racistas hacia esta juventud extranjera desprotegida que lucha por su derecho a la ciudadanía.
Por lo que se refiere al concepto o categoría de «menor», éste es un concepto político-jurídico que hace referencia a las personas sobre las cuales la administración tiene la obligación temporal de ejercer la tutela cuando son menores de 18 años. Pero a nuestro entender, lo que otorga sustantividad a su realidad es que son niñas y niños, adolescentes y jóvenes en situación de desventaja social independientemente de su edad. Por tanto, hemos de ir más allá de la visión y tratamiento que se les aplica desde una óptica estrictamente jurídica, y por tanto reduccionista, con lo que no se consigue otra cosa que estigmatizar a estos jóvenes instalando en la sociedad la sospecha de ser defraudadores de la ley porque a lo mejor no son menores tal y como reconoce su pasaporte, único documento legal al que tienes derecho, lo cual les convierte en sospechosos.
Además, desde un punto de vista sociológico y psicosocial, muchas de estas personas en la etapa vital de la infancia, adolescencia o juventud que provienen de culturas particulares de países empobrecidos, tienen una complexión física, así como un proceso de maduración anticipada comparativamente mucho mayor que el de otras y otros adolescentes. Si no, pruebe usted a criar a un hijo suyo en las condiciones en las que ellos han vivido en África, y luego hágale cruzar el estrecho en patera para después, durante unos años, vivir internado o en clandestinidad. Verá usted el aspecto tan «infantil» que le quedará a su precioso retoño. Por favor, basta ya de etnocentrismos hipócritas y de burdas generalizaciones sobre la edad de estos menores. Ellos han tenido que aprender a asumir responsabilidades, a funcionar autónomamente, a buscarse la vida mucho antes, por lo que en muchos casos han madurado de un modo muy distinto que las personas en la etapa vital de la infancia, adolescencia o juventud de las culturas particulares de nuestros países enriquecidos.
En cuanto al adjetivo calificativo «no acompañado», podemos decir que es aún más relativo y su uso nos confunde más que aportarnos luz sobre la realidad social de la que estamos hablando. El estereotipo dice que cuando hablamos de los «MENAS» nos referimos a chicos adolescentes, procedentes de países no comunitarios, principalmente de África y en menor medida del Este de Europa, que llegan aquí de forma ilegal y sin un familiar directo que en calidad de tutor les acompañe.
Sin embargo, los estudios realizados apuntan a la heterogeneidad y diversidad de situaciones, tanto visibles en los casos en que han entrado en contacto con los sistemas de control y protección formales, como invisibles en los casos en los que no lo han hecho. Así, por ejemplo, descubrimos a la mayoría de ellos acompañados no por sus tutores, sino en grupos que nosotros denominamos «bandas» o con otros adultos, como en el caso de las pateras. En muchos casos vienen con referencias de connacionales y familiares que nosotros, en nuestro esquema etnocéntrico de parentesco, consideramos «lejanos», pero que en sus culturas no lo son. Son personas con las que poder contactar, lo cual no quiere decir que esos referentes aquí puedan ser siempre personas que les van a proteger.
Una parte importante tiene su familia en el lugar de origen, que en unos casos comparten su proyecto migratorio y en otros no. Lo que son escasos son los casos de familias que tienen la expectativa de compartir el proyecto migratorio una vez de que se haya asentado. Sin embargo, el argumento racista para justificar la repatriación y la necesidad de frenar la inmigración de los etiquetados como menores no acompañados es que son utilizados como avanzadilla para luego reagruparse su familia una vez que el menor haya conseguido la regularización de su situación. También existe el caso de quienes no vienen acompañados de sus familiares directos pero que ellos o alguno del grupo tiene referencia de connacionales o parientes asentados en nuestro país.
Por tanto, provienen de lugares bien diferentes y responden a perfiles y motivaciones distintas: quienes están institucionalizados provienen principalmente del África septentrional, subsahariana y países del Este de Europa, sobre todo de Rumanía. Pero además, existen otros perfiles de menores provenientes de otros países y situaciones no visibles (por ejemplo, niñas y niños procedentes de China o del Cono Sur de Latinoamérica que vienen con y a convivir con connacionales que no son familiares directos, algunas y algunos de ellos dedicados al trabajo infantil, en otros casos a la prostitución, etcétera).
También en su país de origen las situaciones eran heterogéneas: en algunos casos estaban escolarizados y no trabajaban; más frecuentemente no estaban escolarizados y hacían vida en la calle sin trabajar; otros proceden de familias en situación de precariedad económica; y en algunos casos también estaban separados de su núcleo familiar debido a diversas circunstancias.
No son solamente los que están en los registros oficiales, detectados, existen otros que no ha sido captados por las redes institucionales o que no encajan en ellas como son los que cumplen los 18 años. El estereotipo que utilizamos para construir su perfil hace referencia a quienes están institucionalizados, es decir, visibles y en contacto por los sistemas institucionales formales, pero existe una cantidad importante de infantes, adolescentes y jóvenes no registrados en situación de desamparo, de abandono social y, en no sabemos cuántos casos, de explotación. No sabemos cuántos son, si decimos que 3.800 o 20.000 el número varía en función de qué entendamos por menor no acompañado y de cómo lo definamos. Jugamos con la construcción de un estereotipo que parte de definir como tal a aquellos que están visibilizados.
La tercera categoría, «extranjeros», es quizás la que más claramente desvela su condición impuesta por nuestras sociedades de llegada, por nuestras instituciones, por los partidos políticos y medios de comunicación que generan una determinación legalista, políticamente interesada y difundida mediáticamente, donde no prima la categoría de extranjeros como situación transitoria con el objetivo de facilitar el proceso para que lleguen a ser nacionales, sino muy al contrario, el objetivo es crear prejuicios, dispositivos políticos, legislativos y policiales para limitar e impedir su proceso de incorporación social y buscar por todos los medios su expulsión.
Estas políticas suponen el ejercicio de un tipo peculiar de violencia racista. Hemos de tener en cuenta que una de las condiciones para poder conseguir la regularización, condición que por otra parte se convierte en una situación de marginación añadida, es permanecer oculto el mayor tiempo posible, para lo cual recurren a estrategias diversas (movilidad geográfica, evitar el contacto con instituciones, cobijarse al amparo de connacionales, dejarse utilizar y maltratar por mafias nacionales, huir del centro antes de cumplir los 18 años para no ser repatriados, etcétera). Esto les condena a internalizar una actitud constante de clandestinos bajo sospecha.
Lo que sí tiene en común esta juventud extranjera desprotegida es que dentro de su heterogeneidad provienen en muchos casos de situaciones sociales, familiares y personas deterioradas donde han sido vulnerables y excluidos y, su situación en nuestro país se reproduce, puesto que es de vulnerabilidad (amenaza constante de expulsión, persecución policial, etiquetamientos mediáticos, definición como menores peligrosos) y de exclusión social (privación de acceso a bienes y servicios, al ejercicio de derechos y libertades, encierro tutelar, evitando el contacto con redes de apoyo que faciliten su permanencia en nuestro país, etcétera).
Y quizás por último, sí tienen en muchos casos un rasgo común, un objetivo claro e irrenunciable: conseguir los papeles para poder residir y trabajar legalmente. No tienen nada que perder, lo peor que les puede pasar es que les devuelvan a su lugar de origen, y una parte importante de ellas y ellos, a no ser que les haya ido muy mal aquí, tienen claro que intentarán regresar de nuevo, lo cual es un indicador evidente de la ineficacia, inutilidad y violencia añadida que provoca la actual política de repatriaciones forzosas. Muchos regresarán esta vez con más contactos con compatriotas o persona nacionales y, sobre todo, con mayor conocimiento de cómo funciona nuestra sociedad. Otros quizás no vuelvan a tener la suerte de sobrevivir de nuevo a la travesía en patera en la que, no lo olvidemos, fallecen la mayoría de quienes lo intentan y, en su persistencia, se encuentres con la condena a morir ahogados en el fondo del mar.
Para entender por qué se instalando en nuestra sociedad ciertos prejuicios hacia un determinado grupo social hemos de comenzar por saber cuál es la imagen que se ha construido sobre ese colectivo, quiénes la han construido y por qué. En el caso de la juventud extranjera desprotegida, el imaginario colectivo sobre ella se ha edificado en torno a tres conceptos asociados: «menores, extranjeros, no acompañados» (de ahí el término MENAS). La imagen construida en torno a estos tres términos es imprecisa, relativa y tendenciosa. Por ello vamos a poner en solfa cada uno de estos tres términos, las imágenes mentales extrapoladas y no verificadas que están en el origen de los prejuicios y actitudes racistas hacia esta juventud extranjera desprotegida que lucha por su derecho a la ciudadanía.
Por lo que se refiere al concepto o categoría de «menor», éste es un concepto político-jurídico que hace referencia a las personas sobre las cuales la administración tiene la obligación temporal de ejercer la tutela cuando son menores de 18 años. Pero a nuestro entender, lo que otorga sustantividad a su realidad es que son niñas y niños, adolescentes y jóvenes en situación de desventaja social independientemente de su edad. Por tanto, hemos de ir más allá de la visión y tratamiento que se les aplica desde una óptica estrictamente jurídica, y por tanto reduccionista, con lo que no se consigue otra cosa que estigmatizar a estos jóvenes instalando en la sociedad la sospecha de ser defraudadores de la ley porque a lo mejor no son menores tal y como reconoce su pasaporte, único documento legal al que tienes derecho, lo cual les convierte en sospechosos.
Además, desde un punto de vista sociológico y psicosocial, muchas de estas personas en la etapa vital de la infancia, adolescencia o juventud que provienen de culturas particulares de países empobrecidos, tienen una complexión física, así como un proceso de maduración anticipada comparativamente mucho mayor que el de otras y otros adolescentes. Si no, pruebe usted a criar a un hijo suyo en las condiciones en las que ellos han vivido en África, y luego hágale cruzar el estrecho en patera para después, durante unos años, vivir internado o en clandestinidad. Verá usted el aspecto tan «infantil» que le quedará a su precioso retoño. Por favor, basta ya de etnocentrismos hipócritas y de burdas generalizaciones sobre la edad de estos menores. Ellos han tenido que aprender a asumir responsabilidades, a funcionar autónomamente, a buscarse la vida mucho antes, por lo que en muchos casos han madurado de un modo muy distinto que las personas en la etapa vital de la infancia, adolescencia o juventud de las culturas particulares de nuestros países enriquecidos.
En cuanto al adjetivo calificativo «no acompañado», podemos decir que es aún más relativo y su uso nos confunde más que aportarnos luz sobre la realidad social de la que estamos hablando. El estereotipo dice que cuando hablamos de los «MENAS» nos referimos a chicos adolescentes, procedentes de países no comunitarios, principalmente de África y en menor medida del Este de Europa, que llegan aquí de forma ilegal y sin un familiar directo que en calidad de tutor les acompañe.
Sin embargo, los estudios realizados apuntan a la heterogeneidad y diversidad de situaciones, tanto visibles en los casos en que han entrado en contacto con los sistemas de control y protección formales, como invisibles en los casos en los que no lo han hecho. Así, por ejemplo, descubrimos a la mayoría de ellos acompañados no por sus tutores, sino en grupos que nosotros denominamos «bandas» o con otros adultos, como en el caso de las pateras. En muchos casos vienen con referencias de connacionales y familiares que nosotros, en nuestro esquema etnocéntrico de parentesco, consideramos «lejanos», pero que en sus culturas no lo son. Son personas con las que poder contactar, lo cual no quiere decir que esos referentes aquí puedan ser siempre personas que les van a proteger.
Una parte importante tiene su familia en el lugar de origen, que en unos casos comparten su proyecto migratorio y en otros no. Lo que son escasos son los casos de familias que tienen la expectativa de compartir el proyecto migratorio una vez de que se haya asentado. Sin embargo, el argumento racista para justificar la repatriación y la necesidad de frenar la inmigración de los etiquetados como menores no acompañados es que son utilizados como avanzadilla para luego reagruparse su familia una vez que el menor haya conseguido la regularización de su situación. También existe el caso de quienes no vienen acompañados de sus familiares directos pero que ellos o alguno del grupo tiene referencia de connacionales o parientes asentados en nuestro país.
Por tanto, provienen de lugares bien diferentes y responden a perfiles y motivaciones distintas: quienes están institucionalizados provienen principalmente del África septentrional, subsahariana y países del Este de Europa, sobre todo de Rumanía. Pero además, existen otros perfiles de menores provenientes de otros países y situaciones no visibles (por ejemplo, niñas y niños procedentes de China o del Cono Sur de Latinoamérica que vienen con y a convivir con connacionales que no son familiares directos, algunas y algunos de ellos dedicados al trabajo infantil, en otros casos a la prostitución, etcétera).
También en su país de origen las situaciones eran heterogéneas: en algunos casos estaban escolarizados y no trabajaban; más frecuentemente no estaban escolarizados y hacían vida en la calle sin trabajar; otros proceden de familias en situación de precariedad económica; y en algunos casos también estaban separados de su núcleo familiar debido a diversas circunstancias.
No son solamente los que están en los registros oficiales, detectados, existen otros que no ha sido captados por las redes institucionales o que no encajan en ellas como son los que cumplen los 18 años. El estereotipo que utilizamos para construir su perfil hace referencia a quienes están institucionalizados, es decir, visibles y en contacto por los sistemas institucionales formales, pero existe una cantidad importante de infantes, adolescentes y jóvenes no registrados en situación de desamparo, de abandono social y, en no sabemos cuántos casos, de explotación. No sabemos cuántos son, si decimos que 3.800 o 20.000 el número varía en función de qué entendamos por menor no acompañado y de cómo lo definamos. Jugamos con la construcción de un estereotipo que parte de definir como tal a aquellos que están visibilizados.
La tercera categoría, «extranjeros», es quizás la que más claramente desvela su condición impuesta por nuestras sociedades de llegada, por nuestras instituciones, por los partidos políticos y medios de comunicación que generan una determinación legalista, políticamente interesada y difundida mediáticamente, donde no prima la categoría de extranjeros como situación transitoria con el objetivo de facilitar el proceso para que lleguen a ser nacionales, sino muy al contrario, el objetivo es crear prejuicios, dispositivos políticos, legislativos y policiales para limitar e impedir su proceso de incorporación social y buscar por todos los medios su expulsión.
Estas políticas suponen el ejercicio de un tipo peculiar de violencia racista. Hemos de tener en cuenta que una de las condiciones para poder conseguir la regularización, condición que por otra parte se convierte en una situación de marginación añadida, es permanecer oculto el mayor tiempo posible, para lo cual recurren a estrategias diversas (movilidad geográfica, evitar el contacto con instituciones, cobijarse al amparo de connacionales, dejarse utilizar y maltratar por mafias nacionales, huir del centro antes de cumplir los 18 años para no ser repatriados, etcétera). Esto les condena a internalizar una actitud constante de clandestinos bajo sospecha.
Lo que sí tiene en común esta juventud extranjera desprotegida es que dentro de su heterogeneidad provienen en muchos casos de situaciones sociales, familiares y personas deterioradas donde han sido vulnerables y excluidos y, su situación en nuestro país se reproduce, puesto que es de vulnerabilidad (amenaza constante de expulsión, persecución policial, etiquetamientos mediáticos, definición como menores peligrosos) y de exclusión social (privación de acceso a bienes y servicios, al ejercicio de derechos y libertades, encierro tutelar, evitando el contacto con redes de apoyo que faciliten su permanencia en nuestro país, etcétera).
Y quizás por último, sí tienen en muchos casos un rasgo común, un objetivo claro e irrenunciable: conseguir los papeles para poder residir y trabajar legalmente. No tienen nada que perder, lo peor que les puede pasar es que les devuelvan a su lugar de origen, y una parte importante de ellas y ellos, a no ser que les haya ido muy mal aquí, tienen claro que intentarán regresar de nuevo, lo cual es un indicador evidente de la ineficacia, inutilidad y violencia añadida que provoca la actual política de repatriaciones forzosas. Muchos regresarán esta vez con más contactos con compatriotas o persona nacionales y, sobre todo, con mayor conocimiento de cómo funciona nuestra sociedad. Otros quizás no vuelvan a tener la suerte de sobrevivir de nuevo a la travesía en patera en la que, no lo olvidemos, fallecen la mayoría de quienes lo intentan y, en su persistencia, se encuentres con la condena a morir ahogados en el fondo del mar.
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